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viernes, 4 de junio de 2010

Bullying


Hay niños que tienen miedo de ir al colegio. No es que no les guste estudiar, ni que sean vagos ni torpes. Por lo general suelen ser obedientes y aplicados, a veces más que la media. Pero quizá por eso mismo, o porque son más flacos o más gordos, más pálidos o más oscuros, más guapos o más feos o porque tienen un acento distinto, o vete a saber por qué rasgo indefinible, han sido elegidos como víctima favorita de algún abusón que, ese sí, suele ser más grande, más decidido y más acomplejado que la mayoría.

Chicos leer esta historia, es un testimonio real de bullying. Aquí os la dejo.
La chica la titula:
EL SILENCIO DE LOS CORDEROS

No ha muchos días llegaron a mis oídos comentarios que pretendían explicar una historia que en este caso he vivido yo. Me sorprende la gran facilidad que tiene la gente para hablar de temas ajenos, rellenando socavones de la versión con pegotes de su misma creación; cosa que en la mayoría de los casos se aleja bastante de la realidad.

Cada uno tiene sus propias luces y sombras, como todo hijo de vecina. Lo que ya no comparto es que haya gente que explote esas sombras para llamar la atención o exigir protagonismo. Este no ha sido mi caso, pues en todos estos años nunca he dado pábulo a historias ni mucho menos he contado lo que ahora voy a escribir con objeto de suscitar pena o compasión a terceros. Ahora me decido a hacerlo igual que estuve a punto una vez, con el fin de aclarar temas que atañen a mi persona. A estas alturas aún recibo noticia de que la historia va cambiando de forma o color según la persona que lo cuenta, en la mayoría de los casos, ajenos a lo que ocurrió en realidad, ya que verdad sólo hay una, y en este caso me siento en pleno derecho para desacreditar tantas vergüenzas que se intentan justificar con versiones absurdas y rocambolescas de lo sucedido otrora.

También me apetece puesto que ahora está de moda hablar de ello, aunque en ocasiones se frivolice o se pretenda dar mucha importancia en los medios de comunicación cuando es otro mero gancho para ganar audiencia.

Por ello si alguien que pase por este espacio se ve o se ha visto en algún episodio parecido, que saque de todo esto una conclusión positiva; no una mera palmadita en la espalda o una palabra de ánimo que sólo pretende que alejes tu mente de la realidad que vives, sino como claro ejemplo de que el tiempo pone a cada uno en su lugar, y una vez han pasado los años puedes reírte a carcajada limpia de los que un día intentaron hundirte por todos los medios y nunca lo consiguieron.

Estamos en la era del etiquetado. Y lo que a mí me pasó ahora se denomina “bullying”. Menudo título para una situación tan horrible. Tengo vivencias para plasmar en coleccionables, tantas como minutos tienen varios calendarios escolares.

Tengo un bolsillo en mi memoria repleto de situaciones dolorosas e incluso trágicas, y no estoy dispuesta a que después de 8 años alguien pueda interpretar mi silencio sobre este tema como si yo me sintiera avergonzada, o conservase algún tipo de trauma, nada más lejos de la realidad. De la situación que yo pasé, sin duda aprendí muchísimo, y en mayor o menor medida (eso nunca podré saberlo) mi formación como persona se vio alterada. Algo que ni en los mejores libros de texto se puede aprender.

No conozco día en que me librase de recibir golpes, insultos, amenazas y vejaciones. Pero quizás no era mi integridad la que me preocupaba. Me resultaba angustioso que me chantajeasen con hacer lo mismo a mi hermano, un niño de 5 o 6 años, si yo no bajaba al recreo para dejar que siguiesen con su machaque diario. Por ahí no pasaba, y cada día bajaba peldaño a peldaño las escaleras que me llevaban a otra nueva moradura. Este tema trascendió también fuera de las rejas verdes de mi colegio. Nadie sabe lo que ha pasado mi familia. Nunca flaqueaban en mi presencia, pero muchas noches he oído llorar a mi madre cuando se creía sola. Ahora es cuando comprendo el dolor que tendría que sentir al oír declaraciones tan desgarrantes que venían de una niña así de pequeña.



Aunque la lista de gente que me apoyó entonces es interminable, algunas madres del resto de “compañeros” fingían pretender solucionar el problema, pero ante las dimensiones que tomó la última, negaron tener cualquier noticia de todo aquello. Ocurrió lo mismo con algunos de los profesores e incluso el director. Nos dieron la espalda soberanamente, y cuando el ministerio de educación metió bien las narices descubrió que habían falsificado muchos documentos oficiales del centro con el fin de ocultar la verdad, ya que no les beneficiaba en nada. Todo lo que hicieron también tuvo su repercusión. El director fue expulsado y le retiraron toda la antigüedad (estaba a punto de jubilarse). También lo suspendieron de empleo y sueldo durante 6 meses, así como a mi tutora en aquel entonces. Hasta ofrecieron una compensación económica a mis padres, que rechazaron, ya que lo único que perseguían era que reconociese la verdad y se tomasen las medidas necesarias con los responsables.

Para mí todo esto tiene una fecha de caducidad, un 28 de octubre del 97. No así, como para mis padres y todas las personas que hasta día de hoy continúan apoyándome y dándome tanto que ni en cien vidas que tuviese podría recompensarles. Ese día en concreto recibí la última (que no única) paliza de “compañeros” (?), cuyos resultados fueron dos meses con un collarín, seis de baja para cualquier actividad física, año y medio de fisioterapeutas, médicos, radiografías y resonancias, más tres años de tratamiento psicológico. Para una niña de 8 años, es un sueño de Disney hecho realidad.

Encima el director del centro, antes mencionado, tuvo la osadía de presentarse en la consulta del médico alegando que mis padres eran los que me habían pegado, y luego que yo me había tirado por la ventana. Imaginación le faltaba poca a este señor.

A partir de ese momento aprendí a no salir de los problemas por la puerta de atrás, por graves que parezcan. Aprendí que la verdad es la que vence por largo y pedregoso que se haga el camino. Aprendí a levantarme tantas veces como caía. Aprendí a no ser rencorosa, pero no a olvidar. Aprendí que no sólo los que golpean hacen daño, quien mira y no hace nada es también verdugo en la situación. También aprendí a querer vivir. Por duro que parezca (sólo quien ha pasado por esto sabe a qué me refiero), con 8 años cada día pensaba en morir de una vez. Era lo único que me empujaba para ir al colegio. Pensar que “hoy tendrán suerte y me matarán ya”. Miraba cara a cara a la posibilidad de morir, con la osadía de quien ya no la teme. Por eso siempre que dan noticias de suicidios de chicos o chicas que padecen ese maltrato, me desquicia que digan que lo han hecho por miedo. Simplemente, no esperan más.



Este post va dedicado a los que en su magna ignorancia sobre el tema se permiten el lujo de creerse absolutos conocedores de los hechos, cuando son capaces de hacer comentarios sin contrastarlos aún sin haber cruzado palabra conmigo.

Por ello esto es una realidad que no oculto. Evidentemente hubiese preferido que no hubiera sido así, pero es lo que hay y nadie mejor que yo tiene derecho a contarla. Ni qué decir tiene que eso forma parte del pasado, ahora tengo amigas y amigos de verdad, que con sus defectos y virtudes no cambiaría por nada del mundo. Me alegra poder saborear con gusto este tipo de cosas, en vez de haberme criado en la insensibilidad y entre una “educación” con leyes morales retrógradas, donde un puño vale más que la palabra.



El que quiera saber, que pregunte. Que no invente.
Después de leer este testimonio te quedas asombrada de como una niña de esa edad, que lo que tiene es que ser feliz, estar contenta, pensar en jugar o en ponerse ese pantalón tan bonito que le ha regalado su abuela; esté pensando que con suerte mañana será el último día que tendrá que aguantar esta pesadilla, porque ir al colegio para ella es ir al matadero.
Tenemos que replantearnos que es lo que ocurre con nuestros niños, que ocurre en nuestra sociedad, no podemos permitir esto. Nuestros niños tienen que ser felices. Tenemos que estar atentos, abrir los ojos para detectar lo más rápidamente si un niño está en esta situación, y prestarle toda la ayuda necesaria.

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