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lunes, 31 de mayo de 2010

Centro Residencial de Acción Educativa – CRAE


Los CRAE son centros residenciales de acción educativa que atienden a niños y adolescentes entre los 3 y los 18 años.
Los niños y adolescentes que residen en ellos de forma temporal han sido tutelados por la Administración o se encuentran, por imperativo legal, bajo la guarda y responsabilidad del director.

Los educadores que constituyen el equipo educativo trabajan según las líneas marcadas en el Proyecto Educativo de Centro (PEC) para garantizar la cobertura de las necesidades básicas, la educación, la afectividad, la integración y la promoción sociales, la inserción laboral y el crecimiento hacia la autonomía. Atendiendo siempre a la individualidad de cada uno, mientras, por un motivo u otro, el niño o adolescente debe estar separado de su familia y no existe una propuesta alternativa.

El CRAE está abierto 24 horas al día y 365 días al año. La programación del centro contempla las actividades de la vida cotidiana, de educación y ocio, de formación, de promoción de la persona, de conocimiento de la cultura que nos rodea y de socialización, para un desarrollo integral de la persona.

Los CRAE dependen del Departamento de Bienestar y Familia de la Generalitat de Catalunya: Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia.


PREGUNTAS RELACIONADAS:


¿Quién vive en un CRAE?

En un Centro Residencial de Acción Educativa (CRAE) viven niños, niñas y adolescentes menores de edad, apartados de su familia por diversos motivos, con el acuerdo o no de los padres; en la mayoría de casos la Administración asume la tutela del menor.

¿Cuál es el objetivo de un CRAE?

Su objetivo atender al menor hasta que la situación que dio origen al internamiento mejore y educarlo para una convivencia autónoma y responsable. Se ofrece como una alternativa a la familia.

¿A que edad se produce la salida del centro?

El centro residencial no puede acoger a nadie que haya cumplido los 18 años. La permanencia en las residencias, entendida técnicamente como un espacio y un tiempo provisorio, generalmente se eterniza; muchos menores llegan a esa edad límite en la que ya no pueden permanecer más tiempo; deben marchar y la Administración deja de asumir la tutela. Este punto y final difiere del proceso de independencia que se produce en el seno de la familia.
En ésta, es el individuo quien, conforme a su deseo, decide marchar, concluyendo un proceso de separación más o menos largo. En el centro residencial, se aboca a la marcha sin que medie el deseo de la persona implicada y sin que su situación personal sea determinante; la salida no cierra el proceso de separación, sino que lo abre.

¿Qué motiva el ingreso al centro al menor?

Podemos distinguir:

● Familias que han solicitado el internamiento del menor por espacio temporal, pero que después le acogen a su regreso.
●Familia inexistente o que se ha desentendido completamente; según las características del joven, puede ir a un piso tutelado como medida temporal hasta independizarse, o bien ingresar en otra institución (en caso de invalidez, por ejemplo).
● En la familia hay algún miembro (padres u otro pariente) que acoge al joven en su casa. Suele ser una salida complicada, puesto que si las condiciones fueran favorables podría haberse arreglado ya, sin esperar hasta ese momento.


En este artículo pretendemos caracterizar la situación de aquellos adolescentes que residen en un CRAE y que, debido a su edad, 18 años, se ven abocados a abandonar el centro. La dinámica psíquica no sigue las hojas del calendario; nadie puede afirmar que a determinada edad la persona habrá incorporado el grado de maduración necesario para vivir autónomamente. La ley que impone este límite de edad es arbitraria, y así lo sienten y expresan los adolescentes.


“Le llaman casa al centro”

La "casa" es siempre el domicilio familiar. Por infrecuentes que sean las visitas a la familia, y por perturbados que estén los lazos familiares, los residentes se
expresan: "me voy a casa", "¿Tienes una videoconsola en casa?"… En cambio es raro escuchar que un menor interno en el centro diga "vivo en tal residencia" o "me voy a la residencia" (al despedirse de un compañero). Ni siquiera cuando el menor parece de casa se refiere a la residencia como el lugar donde vive. Este uso espontáneo del lenguaje sugiere una ubicación muy singular de estos niños y adolescentes, que no parece que hayan hecho suyo el lugar donde viven.

En general, esta situación se acompaña de una postura de retraimiento ante el medio exterior; aunque tengan autorización para salir, suelen quedarse en el centro, incluso los fines de semana, mucho más tiempo del que un muchacho de su misma edad se quedaría en casa. Ni están en casa, ni viven donde viven, ni comparten el tiempo con los amigos y amigas.

Los lazos afectivos que se trenzan con los educadores toman todos los matices: el amor, el odio, la repulsa, la aversión, la simpatía… El establecimiento de esos lazos forma parte indisociable de la relación educativa.

La transferencia al educador o educadora de un papel paternal o maternal, puede tomar como modelo al padre o la madre que ha conocido, y eso comporta una tensión agresiva, o bien toma como modelo un ideal (el padre o madre que le gustaría tener); cuando un menor hace más caso de un educador, eso funciona bien durante un tiempo; pero inesperadamente el buen entendimiento puede arruinarse porque el ideal no se sostiene; precisamente con este educador será con el que tenga mayores problemas.
El menor puede odiar al educador por el hecho de que no sea de verdad su padre, o por su impotencia para aportarle solución a sus graves problemas. Constatamos una gran inestabilidad de las manifestaciones afectivas dirigidas a los educadores.
Es remarcable que la convivencia de los menores no produce ninguna forma de
identificación colectiva asumida. Nadie tiene el sentimiento de formar un grupo con sus compañeros, ni siquiera ante algún enemigo común ocasional (peleas en la calle o en la escuela…); las relaciones quedan limitadas a las afinidades personales (por lo general poco estables), a los lazos ya existentes anteriormente (hermanos), a rivalidades (en ocasiones muy agresivas)… De tanto en tanto, cuando estalla un motín, el grupo toma una súbita relevancia, que el educador no puede contrarrestar; pero la unión producida durante la revuelta no deja tras de sí ningún rastro: los que eran amigos siguen amigos y los que no lo eran antes tampoco lo son después.
Ni la institución, ni los educadores ni los compañeros constituyen puntos de anclaje sólidos a partir de los cuales el menor pueda sostener su identidad. El programa educativo del centro promueve la adquisición de hábitos, pero una cosa es saber qué hay que hacer, incluso hacerlo, y otra muy distinta asumirlo como propio. Que yo aprenda o practique un conjunto de habilidades no me integra automáticamente al grupo social para el cual estas habilidades son norma, porque la pertenencia a un grupo depende de un acto simbólico.

¿Qué es la Cuenta atrás?

Hay un punto en el que empieza la cuenta atrás y la permanencia en el centro viene marcada en relación al tiempo que falta por salir. Se trabaja con el/la adolescente el futuro laboral, la vivienda… Y cuando esperamos de él o ella que tome conciencia de la situación y asuma las responsabilidades pertinentes, sorprende a menudo con comportamientos que van en una dirección muy distinta. El caso es particularmente llamativo cuando el chico/a estaba bien adaptado, no daba ningún problema en el centro y de repente olvida todo lo aprendido.

Algunos ejemplos serían: un muchacho pierde un trabajo, que le gustaba y que desempeñaba de manera satisfactoria, por una pelea tan violenta como estúpida con su jefe. A otro no se le ocurre otra cosa que sustraer un cheque de la oficina donde trabajaba, que no podía cobrar, y encima se delata. Un adolescente, a pocos días de dejar el centro, ayuda a arreglar una puerta que cierra mal; unas horas más tarde se niega en redondo a llevar un cesto de ropa sucia al lavadero.
Pocas veces el tránsito a la autonomía se produce sin irrupciones que la comprometen.

Esas irrupciones generan distintas reacciones según cada educador:

-Desaliento.
-Confirmar que, con esos niños, todos los esfuerzos caen en saco roto.
-Disculpar los errores y continuar sin darle mayor importancia.
-Leer tales hechos en función de las dificultades particulares de cada menor en este momento decisivo y dar respuesta a eso.

¿Por qué surgen o reaparecen comportamientos inadaptados en circunstancias tan inoportunas?

Cuando el educador le preguntó al muchacho que le había ayudado a arreglar la puerta la razón por la cual ahora no quería llevarse el cesto de ropa sucia al lavadero, éste respondió: “Porque no hay nada mío ahí dentro”. Es una respuesta muy precisa que nos puede enseñar algo.

El educador y los padres El ingreso del niño/a, acordado por un juez a causa de maltratos de diferente índole, supone una impugnación de la autoridad paterna. Al niño se le separa de los padres y lo ingresan en un Centro Residencial de Acción Educativa. La función de los educadores es educar; no se les pide (ni se lo proponen) sustituir a los padres ante el niño (tampoco los niños lo quieren); pero intervienen como agentes de una educación más adecuada que aquella que han recibido, ofrecen un modelo contrapuesto al de la familia (cuyo fracaso sellaría el ingreso) y proponen nuevos valores acordes con una convivencia democrática. Para llevar eso a cabo, el educador debe imponer y hacer respetar los horarios y normas del centro (en ocasiones la necesidad de mantener el orden absorbe la labor educativa).



¿El educador suple al padre?

El educador no suple al padre, pero la lista de sus funciones se superpone a las paternas. No sólo algunas funciones de educador y padre se recubren, sino que además se oponen: la ley de la residencia intenta suplantar, ante el niño, la ley del padre. Esta cuestión nos parece crucial, porque en ella radica la clave del éxito o la debilidad de la acción educativa.

El educador le pide al niño que se deje educar; el niño, a su vez, le pide otras cosas al educador. En este cruce de demandas se sitúa la acción educativa, con el efecto de producir la división subjetiva del educador entre la dimensión personal y la dimensión profesional. También el menor es sensible a la circunstancia de que para el educador su presencia en el CRAE es un trabajo:

"Vosotros salís y se acabó"; pero ellos siguen allí, y no necesitan sólo al profesional, sino también a la persona.

1 comentario:

  1. hola soy una estudiante que esta haciendo un proyecto sobre un crae y me gustaria saber los destinatarios que tiene vuestro crae. muchas gracias

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